Eugenio trabajaba como cocinero en un restaurante de Santa Bárbara, Estados Unidos, y llevaba mucho tiempo sin ver a su familia, así que regresó a México por una temporada. Eso fue antes de que ocurriera la crisis hipotecaria y la recesion que de ella se derivó. Cuando regreso, después de caminar por el desierto durante tres días, de ir a salto de mata escondiéndose de la patrulla fronteriza y el ejercito, de arreglárselas para recorrer medio país, llegó al restaurante donde estuvo trabajando para descubrir que debido a la difícil situación económica ya no era posible contratarlo. Buscó entonces trabajo como jornalero, que consiste en parase en una esquina junto a muchos otros a pelear un empleo cada que algún contratista se acerca buscando gente que trabaje por día; muchas veces exponiéndose a un asalto, a que les vean la cara y no les paguen o que si lo hacen, les den la mitad de lo que estipula la ley. Pasadas dos semanas nadie le dio empleo. Cuando se le acabo el dinero con el que llegó, decidió jugarse su ultima carta: Hacer efectiva la invitación de un amigo que, cuando Eugenio se fue a México, le dijo que si regresaba y le iba mal, el podía ayudarlo dándole un lugar para dormir en la casa que rentaba, en una ciudad a la que Eugenio nunca había ido. Como únicas señas, tenia el nombre de dos calles, y que frente a la casa encontraría estacionado un camión de volteo. Ni el numero de la casa, ni un teléfono al cual comunicarse. Como ya no tenia dinero, Eugenio consiguió con muchos ruegos que su ex-jefe en el restaurante le hiciera el favor de acercarlo en su auto hasta esa cuidad. Lo dejaron al lado de la autopista un domingo por la tarde cuando ya empezaba a obscurecer, sin otro remedio, empezó a caminar. Anduvo preguntando a la gente que se encontraba a su paso por alguna de aquellas dos calles sin mucha fortuna, pues sin saberlo uno de los nombres que recordaba estaba equivocado. Tras dos horas de andar sin saber si se estaba acercando a su objetivo, el temor de no encontrar la dirección o de llegar a ella tan tarde que se viera forzado a mejor dormir a la intemperie, se apodero de él. A pesar del cansancio y de no haber comido nada ese día, acelero el paso. Eran cerca de las nueve de la noche y las calles se estaban quedando desiertas de gente a quien poder preguntarle por la dirección. Dio vuelta a en una esquina y a lo lejos vio a una mujer que bajaba de su auto bolsas del supermercado, casi corrió para alcanzarla antes de que ella se metiera a su casa, para poder preguntarle hacia donde ir.
Esa mujer era Trying que regresaba de la tienda.
Yo escuche voces cuando salí a recibirla, pensé que estaba hablando con un vecino pero cuando me asome la ví hablando con un hombre sentado en la banqueta.
La calle que buscaba estaba a 6 kilómetros de la casa. Eugenio lucia muy cansado y como parecía una buena persona y se veía preocupado le propusimos llevarlo hasta allá, cosa que acepto de inmediato. Todo lo que conté en es parte de lo que Eugenio nos dijo durante el viaje.
-"Oiga, y aquí, ¿Como está la cosa? ¿Hay jale o esta igual que allá?." Nos preguntó. Tuvimos que decirle que en esta ciudad estábamos en la misma situación y que, para colmo, como era una comunidad agrícola, el único lugar a donde posiblemente habría trabajo era en el campo, y que era un trabajo muy pesado y de mala paga.
-No importa, donde sea, de lo que sea, pero necesito trabajar.
Encontramos la primera calle y anduvimos dando vueltas para ver si entre todos reconocíamos el nombre de la otra. Cuando ya estábamos dándonos por vencidos encontramos un letrero con nombre ligeramente parecido al que Eugenio recordaba, dimos vuelta y a media cuadra vimos un destartalado camión.
-¡Ahí es, seguro! ¡Gracias Dios Mio!
Aunque se le notaba preocupado, creo que cuando gritó fue cuando nos dimos cuenta de que en realidad si había tenido mucho miedo de no encontrar la casa de su amigo. Todos nos pusimos contentos.
Eugenio, se bajó del auto y nos dio las gracias. Trying saco 20 dólares de su cartera y se los ofreció pidiéndole que no se ofendiera; él, por el contrario, el lo acepto con gusto. Yo creo que se sintió comprometido a corresponder de alguna manera, pero todo lo que traía consigo era una pequeña bolsa de plástico translucido con algunas con algunas prendas. Buscó en los bolsillos de su camisa y de pronto el rostro se le iluminó. “Ya se!” Rasgó la bolsa, hurgó entre las prendas, sacó un vaso de plástico y nos lo extendió. “Acéptenlo, como un regalo, por favor. Yo se que no vale nada pero siento que algo tengo que ofrecerles” Nos negamos, pero Eugenio insistió “Por favor acéptenlo, que sea como un recuerdo” No pudimos decirle que no.
No duele dar de algo que nos sobra, no duele, por ejemplo, regalarle una moneda a quien pide limosna o hacer una donación que no comprometa nuestra economía. Un favor simple, como el que le hicimos a Eugenio, donde lo único que podíamos perder eran media hora y unas gotas de gasolina, es algo sencillo de hacer. Pero desprenderse de uno de los pocos objetos que posees, cuando no tienes un centavo, ni la seguridad de que mañana vas a conseguir un trabajo con el cual mantener a tu familia, ni de que tu último intento de subsistir en un país extraño se convertirá en otro fracaso, es un esfuerzo que no hay manera de valuar.
Este es el regalo que nos hizo Eugenio.
Alguien se lo obsequió porque es un articulo promocional de un banco, pero por alguna razón lo trajo cargando durante estas dos semanas junto con un par de camisas y un montón de angustias. Quizá porque tenía la intención de usarlo para llevar café cuando consiguiera trabajo, quizá por que su color verde intenso le hacia abrigar cierta esperanza; lo cierto es que nunca lo usó, aun tiene dentro la etiqueta de fabricante.
Gracias en verdad, creo que tu regalo nos traerá buena fortuna.
Mucha suerte, Eugenio.