Acercamiento del primer cuadro de la Cuidad de México, visto desde el centro comercial “La Cúspide” en Naucalpan, Estado de México, una contaminada tarde de enero.
Regresamos de México y aunque solo fueron 5 días los que duro la visita y que llevamos aquí ya casi la misma cantidad de tiempo, no logro quitarme la sensación de que fueron meses. Me siento casi como la primera vez, cuando me quede esperando en la estación de trenes a que trajeras el auto, con la maleta atiborrada de ropa, de miedos, de esperanzas, y una sensación de perdida, de no-hay-vuelta-atrás.
Todo era un descubrimiento, una maravilla tras otra se ofrecía a mis ojos y yo me deslumbraba con este desfile de asombros. Al paso de tres años conseguí cotidianizar la sorpresa, aprenderme los caminos y las horas, y aunque algun prodigio me tiende de repente una emboscada, he aprendido a hacerle frente con entereza suficiente o, por lo menos, digna y hasta sentirme a gusto, casi en casa. La ciudad se redujo a su tamaño real y ahora me parece apenas un pañuelo comparado con la infinita bestia –que jamás he recorrido entera- de la Ciudad de México, que ruge, que rechina dientes y me llama.
La Cuidad de México se aprendió mi nombre y lo repite y su voz retumba en mi cabeza y transforma en meses los escasos días que pisamos sus entrañas. Yo aquí soy lo que tu fuiste cuando caminábamos sobre la Alameda, cuando no sabias hacia donde era que estaba el hotel, cuando no tenias idea de que el metro solo cobraba un boleto aunque cambiaras de línea o tardabas en hacer cuentas en monedas y billetes que no te eran del todo familiares: Turista y nada mas.
No es idea mía o una sensación, es algo real. Es una cuestión oficial, mi documentación lo dice en claras letras verdes: “Residente”
Yo no pertenezco aquí.
No busco asustarte, escribo esto conciente de que el precio de estar juntos es reconocerme ausente, saberme lejos. La búsqueda de la felicidad tuvo como precio el destierro y es algo que acepto sin demasiado dolor, sin asomo de rencor o remordimiento; había que hacerlo y se hizo porque valía la pena bajar a tierra y hundir los barcos para no darle oportunidad a la cordura. Para quedarse contigo.
La Cuidad de México gritaba mi nombre cuando abordamos el avión en 2 de enero, con sus 20 millones de gargantas bramaba la sentencia que aun me aturde: Tu me perteneces y no puedes escapar.
Pero yo deje que el estruendo de turbinas taponara mis oídos y aborde y estoy aquí porque sé que en el fondo y muy a mi pesar ella se equivoca, yo no le pertenezco. Yo me pertenezco a mí.
Todo era un descubrimiento, una maravilla tras otra se ofrecía a mis ojos y yo me deslumbraba con este desfile de asombros. Al paso de tres años conseguí cotidianizar la sorpresa, aprenderme los caminos y las horas, y aunque algun prodigio me tiende de repente una emboscada, he aprendido a hacerle frente con entereza suficiente o, por lo menos, digna y hasta sentirme a gusto, casi en casa. La ciudad se redujo a su tamaño real y ahora me parece apenas un pañuelo comparado con la infinita bestia –que jamás he recorrido entera- de la Ciudad de México, que ruge, que rechina dientes y me llama.
La Cuidad de México se aprendió mi nombre y lo repite y su voz retumba en mi cabeza y transforma en meses los escasos días que pisamos sus entrañas. Yo aquí soy lo que tu fuiste cuando caminábamos sobre la Alameda, cuando no sabias hacia donde era que estaba el hotel, cuando no tenias idea de que el metro solo cobraba un boleto aunque cambiaras de línea o tardabas en hacer cuentas en monedas y billetes que no te eran del todo familiares: Turista y nada mas.
No es idea mía o una sensación, es algo real. Es una cuestión oficial, mi documentación lo dice en claras letras verdes: “Residente”
Yo no pertenezco aquí.
No busco asustarte, escribo esto conciente de que el precio de estar juntos es reconocerme ausente, saberme lejos. La búsqueda de la felicidad tuvo como precio el destierro y es algo que acepto sin demasiado dolor, sin asomo de rencor o remordimiento; había que hacerlo y se hizo porque valía la pena bajar a tierra y hundir los barcos para no darle oportunidad a la cordura. Para quedarse contigo.
La Cuidad de México gritaba mi nombre cuando abordamos el avión en 2 de enero, con sus 20 millones de gargantas bramaba la sentencia que aun me aturde: Tu me perteneces y no puedes escapar.
Pero yo deje que el estruendo de turbinas taponara mis oídos y aborde y estoy aquí porque sé que en el fondo y muy a mi pesar ella se equivoca, yo no le pertenezco. Yo me pertenezco a mí.
Y decidí, de nuevo, que si no queda otro remedio que elegir, prefiero estar contigo.
2 comentarios:
nbalike:
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