En 1950 ya había luz eléctrica en el pueblo, pero solo la plaza tenia alumbrado público y tres o cuatro calles mas allá en cualquier dirección ya no había cableado. A las 7 era raro ver gente en las calles y para las nueve, ya todo el mundo estaba encerrado en sus casas, no solo porque era difícil caminar de noche sobre las calles empedradas estando como estaban, oscuras cual boca de lobo, sino porque la gente le tenia miedo al toque de animas con el que todas las noches, justo a las 9, se hacia repicar la campana de la iglesia, nueve toques largos y sombríos que duraban un par de minutos invitando a la gente a rezar una oración por el descanso de las almas en el purgatorio. No era solo que la gente le tuviera miedo al lúgubre tañido, que en un pueblo sumergido en sombras y silencio era suficiente para erizar los cabellos; era, además, lo que todos sabíamos que ocurría a esa hora, justo cuando se escuchaba el primer toque.
Nuestra casa estaba en la contra esquina de la iglesia, al otro lado de la plaza, de modo que teníamos la fortuna de contar con servicio eléctrico, pero siendo las tías muy devotas, me prohibían encender las luces cuando se acercaba el toque de animas, minutos antes de las nueve, encendían un par de veladoras y con el primer repique, iniciaban un rosario que a mi me parecía interminable. Se supone que a esa hora yo debía estar yéndome a dormir, pero en una casa grande y estando las tías tan ensimismadas recitando la oración, podía eludir la orden, y permanecer despierto en mi recamara con una vela encendida. Mi cuarto era la única habitación construida en el nivel superior, era una cuarto pequeño con ventanal y puerta en dos de sus costados, La puerta trasera daba al techo de la parte frontal de la casa que funcionaba también como bodega para la tienda que administraban las tías. A la puerta de acceso se llegaba por unas escaleras de caracol que subían desde el patio. Esa entrada tenia vista a la parte trasera de la casa, que no era sino varios cuartos en desuso y medio derruidos, construidos aun en adobe y con techo de teja. Estos cuartos eran lo que restaba de una propiedad más grande que el abuelo vendió y las tías, dos mujeres solas, habían finalmente optado por dejarlos casi en el olvido pues no se daban abasto con la casa y la tienda, los usaban ocasionalmente para guardar mercancía de baja venta, de modo que estaban llenos de trebejos, polvo y telarañas, a mí me daban miedo y por eso nunca me aventuraba a bajar hasta allá. Desde lo alto de la escalera y por la ventana, además de los tejados de esos cuartos, podía verse la mitad del pueblo, que corría cuesta abajo desde la plaza, hasta “Los Ates”, un cerro a cuyos pies se fundo el pueblo.
Plaza de Apaseo El Alto, Guanajuato, Mexico. El cerro de "Los Ates" se ve al fondo
Como dije, cuando iban a dar las nueve, yo encendía una vela y subía a mi cuarto a encerrarme antes que se escuchara la primer campanada. En mi cabeza siempre tenia la idea de no asomarme a la ventana hasta que hubiera terminado el toque de animas, pero la curiosidad era mucha y siempre vencía al miedo, así que, vela en mano, corría una esquinita de la cortina para asomarme a buscar La Linterna.
El pueblo en aquel entonces no era tan grande, así que las calles se acababan a unas doce cuadras de la plaza, mas allá, estaban los solares y a unos 5 kilómetros cuesta abajo, la ladera del cerro. El cerro de Los Ates es un cerro alto y largo, poblado de peñascos, ignoro que tan largo es el perfil que se observa desde el pueblo, pero supongo que se trata de al menos tres kilómetros de punta a punta sobre un terreno agreste; al estar tan cerca, podía distinguirse su perfil entre la negrura de la noche, aun sin luna. Al sonar la primera campanada del toque de animas, aparecía en la punta este del cerro una luz, era una luz blanca-verdosa muy intensa y iniciaba un veloz recorrido por todo el borde del cerro hacia el oeste mientras se iban dando los nueve toques de animas, que, como dije, eran largos, pero en conjunto duraban solo un par de minutos. La luz terminaba de recorrer el cerro justo al sonar la novena campanada y desaparecía sin dejar rastro. Esto se repetía todas las noches –excepto los domingos, pues para celebrar misa de 8, ese dia no se emitía el toque-. Lo que producía aquella luz no podía ser un auto, pues en ese cerro no había –y creo que aun no existe- camino, tampoco podía ser un avión ni otro tipo de aeronave, hablamos de 1950, además de que La Linterna no producía sonido alguno y trazaba su recorrido claramente sobre la ladera del cerro y no sobrevolándola y, por supuesto, no era una persona a pie cargando alguna especie de lámpara, pues ningún humano podría recorrer esa distancia sobre terreno tan irregular en tan poco tiempo.
A fuerza de tiempo, de verla a diario andar su camino la gente dejo de preguntarse que era aquello, todos dábamos por hecho que era un alma en pena, pero nadie, al menos que yo sepa, se atrevió nunca a ir al cerro a averiguar que era lo que en realidad ocurría, y aunque nadie aceptaba abiertamente temerle, la gente procuraba no hablar del asunto. Yo le perdí el miedo, la linterna se convirtió en mi show nocturno privado, la vi casi todas las noches desde la escalera de mi cuarto tratando de imaginar que era lo que la producía. La respuesta llegó una mañana de viernes
2 comentarios:
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